Vino al colegio a visitarnos el escritor y montañista Jaime Martínez Valderrama y contó su experiencia a los alumnos/as de 4º de Primaria que disfrutaron mucho. Aquí os presentamos el escrito que ha publicado en su blog y que ha querido compartir con nosotros. Ha sido un placer contar con su presencia. Esperamos verte pronto Jaime. Muchas gracias por todo lo que has compartido con nosotros.
Otro fin de semana más a la
montaña. A pasar noche bajo las estrellas y caminar. Esta vez conozco a Javier.
El silencio de las piedras, el campo, estar a merced de los elementos, de los
tempos de la naturaleza, conforma un ambiente propicio para las confesiones.
Con Javier, además, resulta particularmente fácil la comunicación.
Le relato mi cambio de rumbo. Más
auspiciado por la fuerza de lo instintivo que por argumentos razonables. Le
cuento que escribo cuentos. Incluso novelas. Le hablo del viaje al Himalaya, de
los linces boreales y los leopardos de las nieves. Le hablo del cuarteto [LINK]
de Ladakh. Casi sin darnos cuenta llegamos a los tres mil metros. Ambos estamos
entusiasmados, contentos de haber dado con un interlocutor propicio.
“Oye”, dice, “¿te puedo hacer una
proposición indiscreta?” Le miro con gesto de sorpresa. “¿No será dormir en el
mismo saco?” Se sonríe. “Calla, no. ¿Tú darías una charla a mis niños?” Javier
es profesor en el colegio Ginés Morata de Almería y trata de que sus alumnos,
sus niños, puedan acceder a experiencias que se salgan un poco de lo cotidiano.
“Claro”, respondo. Es lo que
tiene estar parado, que no te puedes parar.
¿Tú eres el montañero amigo del
maestro?, me espeta uno de los niños nada más verme, cargado con mi mochilón.
Es uno de los veintisiete alumnos del curso de cuarto de primaria. La charla va
a ser en el aula, donde hay un ordenador y un proyector. Pretendo alternar las
dispositivas con algunas muestras del material que llevamos a la expedición. Me
interesa remarcar algunos aspectos, como el de la seguridad en la montaña ─para
lo cual me he traído el piolet y los crampones─ o que vean cómo se
vive en otros lugares. Tengo más pildoritas que iré colando según vea la
ocasión.
Le hago ver a Javier que estamos un poco apretados. “Esto no es nada,
ahora vienen otros veintisiete. Ah, y prepárate, porque te van a acribillar a
preguntas”.
Se apagan las luces. Y el guirigay, más o menos, se apacigua.
Cuando uno toma decisiones, y más si son irracionales ─es
decir, que sean de corazón─, aparecen las dudas. Cada día hay cosas que
te golpean, te desequilibran. Y hay que mantenerse en la cuerda. Aunque sea sin
estilo. Por más que se sea agnóstico, hay que tener fe. En uno mismo.
Y de la forma más inesperada llegan premios. Pasan cosas como esta. Que
jamás podrían suceder si no se les diese una oportunidad. Si no se perdiese uno
por caminos insondables y empezase a abrir puertas aparentemente selladas.
Sí, ya me ha quedado claro que ganarse la vida con esto de los libros,
de escribir, es una utopía. Puede ser, pero también son innegables las
satisfacciones, a corto plazo (y esto es importante) que dan. ¿Cuánto valen los
aplausos de cincuenta y cuatro chavales puestos en pie cuando aparece la foto
del lince boreal? ¿Y escuchar el asombro que les produce ver las montañas más
altas del planeta, una marmota, o una simple agama? ¿Y si a raíz de la
exposición uno de ellos se engancha a la lectura, o al deporte, o a la
naturaleza, o a la escritura?
Como apuntaba el famoso eslogan de un anuncio: eso no tiene precio.
Pasamos una buena mañana. A mí me desbordaba el exceso de interés,
acostumbrado al desencanto y la pasividad que normalmente se respira en los
círculos académicos, en los foros científicos. Javier se dedicaba a controlar a
la jauría y repartir el turno de palabra. Con semejante caldo de cultivo
aproveché para dar algún que otro consejillo: por ejemplo les dije que es importante
saber inglés para viajar por el mundo, o que conviene comer bien, hacer
deporte, tener hábitos sanos si se quiere subir montañas. Claro que en otras
ocasiones se me vio el plumero. Por ejemplo cuando puse la foto del lobo que el
Indio sujetaba para ver su tamaño. Alguien preguntó “¿y luego os lavasteis las
manos?” A lo que contesté que no, que allí no había agua, ni jabón, y que
total, nos pasábamos el día recogiendo y desmenuzando mierdas de lince. Vi la
cara de pavor en los profesores, que se apresuraron a decir que ellos no debían hacerlo, que
nosotros éramos profesionales y entonces se justificaba. Como esa hubo un par
más de cagadillas.
Pasaron unos días de la charla. El profesor, Javi, les había conminado a
escribir algo sobre el evento. Y me llegó una de esas cosas que te dicen que
vas por buen camino. Que pase lo que pase ya has ganado. “Jaime, el hombre
fantástico” se titula, ni más ni menos: